Aunque su nombre recuerda a una de las mayores catástrofes medioambientales de la historia, Chernóbil no es sinónimo de ausencia absoluta de vida. En el escenario inhóspito que dejó el accidente nuclear hay poco rastro de presencia humana, pero algunas especies de vegetales, insectos y aves son capaces de resistir la radiactividad 30 años después del desastre. ¿El hecho de vivir en ambientes radiactivos podría generar una resistencia a la radiactividad? Esa es la pregunta fundamental que plantea un reciente estudio publicado en la revista Scientific Reports, el primero en confirmar la resistencia de ciertas bacterias a dosis intermedias de radiactividad, fruto de un trabajo liderado por el biólogo español Mario Xavier Ruiz-González.
Las bacterias pueden sobrevivir en el lugar más insospechado del planeta. También en los entornos radiactivos. Esa es la hipótesis inicial de esta investigación pionera que considera la radiactividad como una condición de estrés, al igual que las temperaturas extremas, a las que se adaptan los animales y las plantas como motor de los procesos evolutivos.
Aunque descubrir los efectos negativos de la radiactividad sobre los microorganismos no es una novedad, en cambio, lo es demostrar la adaptación de las bacterias a ambientes radiactivos. Investigaciones previas han caracterizado la vida en Chernóbil a partir de la detección de mutaciones y aberraciones en plantas, insectos, hongos y bacterias, o de la evaluación del impacto de la radiactividad sobre la biodiversidad. Pero el estudio de este investigador valenciano es el primero en analizar la resistencia de las bacterias tras el desastre nuclear.
Las muestras para realizar el estudio proceden de los microorganismos de las plumas de golondrinas que habitan en Chernóbil. “Sabemos que estas bacterias son exclusivas de Chernóbil porque los pájaros mudan allí las plumas durante unos meses y, por tanto, las nuevas han crecido allí y la flora bacteriana que han adquirido es endémica”, explica Ruiz-González, autor principal del artículo.
Desde la ecología evolutiva, biología, ornitología, microbiología y bioquímica, el equipo de la investigación lo forman entre otros especialistas el ornitólogo Anders Pape Møller, de la Universidad de París-Sur, y el biólogo Timothy A. Mousseau, de la Universidad de Carolina del Sur, reconocidos por ser el principal equipo en estudiar las malformaciones de vegetales y animales en Chernóbil. Ambos son los únicos investigadores del grupo que han accedido a la llamada Zona de alienación para extraer muestras del plumaje de las golondrinas.
Tras aislar 87 especies distintas procedentes de cuatro granjas —tres de Chernóbil con distinto nivel de radiactividad y una de Dinamarca— y someterlas a un irradiador de rayos gamma, el resultado fue contrario a la hipótesis de los investigadores, quienes esperaban que las bacterias de Chernóbil sometidas a altas dosis de radiactividad se adaptasen mejor que las de otros lugares.
Lo interesante, destaca el investigador Ruiz-González, está en el descubrimiento de que solo las bacterias de las granjas con radiactividad intermedia mostraron una resistencia mayor. “Las que proceden de granjas con alta y baja radiactividad no tienen esa capacidad. La resistencia no se desarrolla por el hecho de vivir en radiactividad, sino que solo es posible a cierto nivel de radiactividad. Resistente tampoco significa que exponerse a radiactividad favorezca el crecimiento de las bacterias, sino que crecen menos al encontrarse en un ambiente hostil. La radiactividad afecta de forma negativa, pero esas bacterias sobreviven, y mucho más que cualquier otra bacteria de otras zonas radiactivas”.
El descubrimiento de la resistencia bacteriana en regiones de radiactividad intermedia es el punto de partida de futuras investigaciones para descubrir los mecanismos que actúan frente a la radiactividad, con posibles implicaciones en avances biomédicos para luchar contra el cáncer. Una de las hipótesis indica que cierta dosis de radiactividad podría disparar en las bacterias mecanismos moleculares de reparación para protegerse ante las mutaciones, gracias a ciertas proteínas o pigmentos carotenoides. De hecho, una de las observaciones en las granjas de radiactividad intermedia halló más pigmentos amarillentos y anaranjados en esas especies bacterianas que en las otras poblaciones.
“No hemos podido saber cómo era la población de bacterias antes del accidente de Chernóbil o si ya eran resistentes entonces. Habría que analizar otras poblaciones del área contaminada para descubrir si la resistencia es general a toda la zona o particular, fruto de los llamados procesos microevolutivos locales. Pero también puede deberse a una evolución a largo plazo, y que en estos 30 años las bacterias hayan desarrollado su resistencia”, explica Ruiz-González.
La idea del estudio, de un año de trabajo, surgió cuando este biólogo investigaba en la Universidad Paul Sabatier de Toulouse los procesos ecológicos entre hormiga, planta y hongo de la selva amazónica en la Guayana Francesa. “Fue circunstancial. Estaba charlando con un compañero de laboratorio, especializado en microbiología de las patologías de las aves y que trabaja con material de Chernóbil. Se nos ocurrió investigar los procesos de adaptación molecular de las especies de allí, sometidas a un enorme estrés molecular”, recuerda Ruiz-González, especialista en biología de las interacciones entre especies.
Tras el accidente de Fukushima, Ruiz-González reconoce que el interés por descubrir qué ocurre en las zonas afectadas tras los accidentes nucleares ha aumentado en los últimos tiempos. “Es una prioridad mundial. Lo era en la época de Chernóbil, y lo es todavía más después de Fukushima. Investigar en radiactividad es fundamental porque va a permanecer durante gran parte de nuestra historia en la Tierra”.
Fuente: El País